La mujer manca
La mujer manca
Siempre me han llamado la atención —quizá no es la palabra adecuada— las personas mancas. Una persona manca es una persona que no tiene brazos o manos. Cuando veo a una persona así, con esa ausencia, pienso.
Hace ya un tiempo se me infectó el dedo. El dedo índice de la mano derecha. Se puso verde como una manzana. Al principio no le presté atención. Creo que no le presté atención porque, generalmente, no le presto atención a esas cosas: limpiarme las orejas cuando abunda cera o cortarme las uñas de los pies cuando ya parecen garfios. Esta vez fue el dedo, el dedo más importante. Con el que se señala y con el que se sacan los mocos. Muchos lo hacen público, pero no viene al caso. Me recordé que tenía un amigo médico y le mandé una foto. Me dijo que había que drenarlo —¿qué es drenar un dedo?— cuanto antes. Hoy de ser posible. Mañana en el peor de los casos. Casualmente esa noche había un reencuentro promocional y los dos íbamos. Yo llegué primero por la ansiedad. Él llegó cuarenta y cinco minutos después, con su novia. Ella también es médico. Son tiernos. Cuando mi amigo me pidió que alzara el dedo puso una cara como si se tratara de un autogol en el minuto noventa. Me dijo que bebiera. Me dijo que bebiera más. Me suplicó que tomara otra cerveza. No tengo anestesia, sentenció. Y qué, pregunté. Pasó unos segundos en silencio y le dijo algo en secreto a su novia. Me hizo un gesto con la cabeza, se levantó de la silla, y me dijo que lo siguiera. Bajamos las escaleras —estábamos en un rooftop— y yo pensaba, asustado, en muchas cosas. Cuando llegamos al carro él empezó a buscar los utensilios en la guantera de copiloto. Yo miraba el infinito. Terminó de sacar todo y me informó que tenía un bisturí, gazas y una botellita de alcohol. Me miró a los ojos y me dijo: ¿listo? Afirmé, no sin antes preguntarle qué era lo peor que podía pasar si no me atendía pronto. Puedes perder el dedo o la mano, pero menos mal estamos aquí, dijo. Pensé en mi vida sin mi mano derecha y sentí escalofríos. Le di mi mano como si nos fuéramos a comprometer, y me dijo que respirara profundo.
¿Que si me dolió? ¿Que si sangré como una rata de laboratorio? ¿Que si duró más de cinco minutos abriéndome el dedo? ¿Que si vomité del dolor después?¿Que si el estacionamiento resultó ser un quirófano? Sí. Sí a todo. Lo que pasa es que no tenía anestesia, esto normalmente se hace con anestesia, dijo. Muerto del dolor y mirándome el dedo me aconsejó —de esos consejos que no son consejos sino órdenes— que fuera al baño a lavarme, que luego me pondría alcohol, que luego me lo cubriría con la gaza. Cuando me vi en el espejo del baño me vi pálido como un mimo. Ya para ese momento se me había bajado el alcohol. Llegamos a la mesa y la novia me preguntó qué tal, que si me había dolido, que cómo estaba. La miré y le dije que su novio casi me desangra al lado de un Yaris. Se rio —no sé si porque le dio risa lo del Yaris, o porque su novio casi me aniquila— y bebió un trago de moscow mule. Nos dimos cuenta que la gente estaba feliz. Olvidé el dedo por un segundo. Había karaoke y me animé. Canté, como de costumbre, Limón y Sal, de Julieta Venegas. La verdad es que tengo una voz estruendosa, desagradable, ya ni sé por qué mis amigos todavía me dejan hacer ese tipo de cosas. El público, a excepción del encargado del karaoke, quedó inmutado. El encargado, Francisco —si mal no recuerdo—, dijo algo así como: un aplauso para Pablo. Y nada. Después de la adrenalina del quirófano y el ridículo del micrófono, supe que debía irme. Mi amigo me dijo que le escribiera al día siguiente.
Dormí muy mal. Me retorcí de dolor, como una lagartija cuando le cortan una pata. Cuando amanecí lo primero que hice fue mandarle un WhatsApp a mi amigo, a mi médico. Me respondió al medio día —tres horas después que abrí los ojos— y me comunicó que debía comprar tal desinfectante y que debía, ajuro, comprar tal antibiótico. Las instrucciones eran claras: por la mañana el antibiótico, luego cubrir el dedo con la gaza en la mañana y en la noche, no sin antes echarme el desinfectante —te va a arder, me dijo—. Eso, por una semana. Mándame fotos y nos vamos comunicando, ordenó. Cabe decir que era semana santa. Y pensé en Cristo crucificado. Y para no decir que me sentía igual sino parecido. El dedo no mejoró hasta el día cuatro y mi amigo me dijo que eso era normal, que el antibiótico hacía efecto a la mitad del tratamiento. Llegó el último día de antibiótico y aún seguía con el dedo agrietado, medio abierto. Me dijo que, por las fotos, ya no se veía infectado y que podía parar los antibióticos, siempre y cuando, por supuesto, me pusiera la gaza hasta que se cerrara la herida completamente. Así fue.
En el interim, la gente me preguntaba por qué tenía el dedo cubierto y yo inventaba historias: me corté picando cebollas, se me cerró la puerta del carro mientras sonaba Willie Colon, me pisó una profesora mientras la ayudaba a recoger un tampax. Me divertía. Era la única manera de sobrellevar la situación. A varias personas les dije la verdad, que si a mi padre y a algunos amigos. La cosa es que, más allá que fuera sincero o mentiroso, todos quedaban perplejos y ponían la misma cara de lástima. Algunos hacían preguntas secundarias y yo respondía con desdén. Pasaron dos semanas y pico y el dedo lucía mejor. Estaba lleno de colores: morado, marrón, rojo. Es normal, decía mi amigo. Luego seguí con mi vida.
A los pocos días tuve que trabajar cargando cajas sucias. Cajas de cartón muy sucias. Las agarraba con las dos manos y los diez dedos. Ese día, me acuerdo era martes, llegué a mi casa con el dedo hinchado. No me alteré, pero sí me preocupé. Al día siguiente, luego de mandarle una foto a mi amigo, me dijo que se había vuelto a infectar. Qué hago, le pregunté. Dijo que había que drenarlo otra vez. Pensé en el estacionamiento y el exorcismo de mi vómito y dije para mis adentros que no. No vuelvo a pasar por eso. A menos que fuera con anestesia, no vuelvo a visitar el inframundo. Dejé pasar unos días, ya que mi amigo siempre está ocupado, hasta que me respondió. Vente al hospital, me dijo. Cuando llegué, recuerdo era lunes de la semana siguiente, me vio el dedo, seguidamente los ojos y dijo mierda. ¿Mierda? Sí, mierda. Lo seguí hasta la puerta 14 y entramos. Me senté en una camilla. Al lado habían dos personas. Una con un yeso que le cubría toda la pierna. Y la otra sin mano, dormida —era mujer— con una aguja, supongo intravenosa, medicándola. Le pregunté a mi amigo, nuevamente, qué era lo peor que le puede pasar a una infección en el dedo y miró a la mujer. Me asusté. Sacó los utensilios, como aquella vez en el estacionamiento, de unos compartimientos blancos —todo en los hospitales es blanco, supongo que es porque transmite fe— y me dijo que tenía, esta vez, anestesia. Celebré para mis adentros de una manera infantil, como si finalmente me hubiese ganado una chupeta en una piñata. Inyectó la anestesia localmente en mi índice. Sentí un pinchazo parecido a la jeringa de los tatuajes. Luego me dijo que me relajara, que sería rápido y que dejara de mirar a la mujer sin mano. La operación duró alrededor de cinco minutos y colocó una gaza alrededor de mi dedo y, como hacen todos los médicos y los profesores, me mandó tarea para la casa. Le agradecí y me fui.
Seguí con el tratamiento por varias semanas al pie de la letra. No he vuelto a ver a mi amigo ni he vuelto a cantar Julieta Venegas ni he vuelto a cargar cajas y muchos menos he vuelto a vomitar de dolor. Algo que sí pasó fue que, en retrospectiva, no podía dejar de pensar en la mujer manca.